sábado, 27 de febrero de 2010

PALABRAS CALLADAS.

No supe la fuerza que tenían hasta que  llamaron a mi puerta. Tras la mirilla, se adivinaba la silueta de  las palabras que pugnaban por entrar. Antes de abrir, miraba recelosa hacia la imagen que formaban y, tímidamente, fui hacia ellas preguntándoles en voz queda qué buscaban de mí. – Abre, déjanos pasar y lo sabrás.-  Una especie de prevención me susurró que tuviera cuidado porque sabía que las palabras podían ser muy convincentes. Había oído que muchas veces ellas eran a partes iguales, culpables e inocentes, reconciliadoras y provocadoras. Igual limaban asperezas que urdían tretas para, una vez organizadas, ganar batallas o perder una guerra. Todo eso se arremolinaba en mi cabeza mientras me decía que las palabras, si yo no las ofendía, nada podrían contra mí. Porque también era conocedora desde que aprendí las primeras letras y formé con ellas palabras, que las palabras formaban ideas y las ideas motivos…Y, así, mientras me unía a ellas que eran vida y secretos, silencios y gritos, me decía a mí misma que yo las podría dominar. Que las palabras no serían causas sin efectos y que, al no ofenderlas ellas serían aliadas y no enemigas. Poco a poco les fui facilitando el acceso y, como si me conocieran de toda la vida, se asentaron en mi espacio, se acomodaron a mi lado y me brindaron su amistad.
Yo, cautelosa, pese a que ensayaba con ellas modos y formas cuando las iba revistiendo de cadencias para que no se ofendieran, y les dedicaba dosis poéticas entre susurros, tenía dudas de si ellas, tarde o temprano, me abandonarían.

Ahora, cuando llevan a mi lado lo suficiente para comprobar que, lejos de ser visitantes incómodas, son las compañeras inseparables de mis sueños o quimeras. Que son la forma y el fondo. Insinuación y anhelo. Sentimiento y tentación. Confesiones entre sonrisas y lágrimas…
Cuando las palabras reclaman su sitio, sólo tengo que dejarles que, silenciosas, me digan lo que quieren contar.

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